Francisco, 45 años

Después del shock y el caos, del sentimiento profundo de injusticia por no poder disfrutar más de él (esa sensación no se ha ido del todo), intentamos buscar consuelo diciéndonos que había muerto haciendo lo que más le gustaba: conducir. Mi padre era un apasionado de los coches y las carreras, especialmente, los rallys.
Le encantaba trastear (lo que hacía no se puede considerar mecánica) con las herramientas. Llegamos a pintar con brocha y botes de spray un Dyane 6 de segunda mano con el que me enseñó a conducir cuando tenía 11 años. A esa edad ya me había dado fundamentos básicos sobre copilotaje y me había hecho leer un libro sobre técnicas para trazar una curva, controlar un vehículo si derrapa o aplicar una frenada con esquiva.
Más adelante, sería él quien explicaría todo eso en la escuela de conducción segura en la que trabajó (paradojas de la vida) como monitor. Le apasionaba tanto que alguna vez le oí decir que no le importaría que no le pagasen.
Era parte de su forma de ser: cuando algo le gustaba, le entusiasmaba. Intentaba transmitirlo dándote la tabarra a todas horas con el mismo tema. Sabía tocar la guitarra y consiguió que unos amigos le prestasen durante años una eléctrica con la que nos daba recitales en casa, acompañando con bastante acierto todo lo que sonase a rock.
Cuando cerraron la empresa en la que había estado durante 20 años, quiso formar una banda e ir amenizando las fiestas patronales de pueblo en pueblo. Por suerte, encontró antes los alumnos y coches de la escuela. Solía tener ideas bastante locas y te las soltaba mezcladas con las que eran más serias, pero era fácil saber si bromeaba o no.
Lo primero era lo más probable, porque la mayoría de las ocasiones era “peor que las niñas”; eso decía mi madre refiriéndose a mis hermanas y a mí. Y debía ser verdad, porque lo recuerdo jugando con nosotras durante horas cuando éramos pequeñas. Ahora que tengo su edad, me parece escandalosamente poco lo que vivió.
Qué suerte tuvimos al disfrutarlo tanto.
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